Capítulo Noningentésimo septuagésimo séptimo: "Quiero llorar porque me da la gana". Federico García Lorca, 1898-1936, poeta y dramaturgo español)
Hay que recuperar lo que nos quitaron. Que los hombres lloremos ha sido -de toda la vida- la cosa más habitual del mundo. Sólo desde la mitad del siglo XX, y hasta hace unos cuantos años que parece que hemos recuperado el derecho a hacerlo, que un hombre llorara era una "vergüenza". Cosas de la revolución industrial y sus obreros "machos".
Ya en la Iliada, Odiseo llora de placer cuando el bardo Declodokos cuenta la historia del Caballo de Troya, y Menelao lo hace de pena cuando piensa en los que murieron en la guerra. Los primeros clérigos cristianos -cuentan que San Francisco se quedó ciego de tanto hacerlo- y los más aguerridos guerreros japoneses medievales, se pasaban media vida llorando por todo. Hasta bien entrado el siglo XX, derramar lágrimas era considerado como parte imprescindible de la oratoria. El joven Verther de Goethe se entregaba con profusión a grandes llantos, y hasta uno de los padres de la patria del imperio, Thomas Jefferson, ha pasado a la historia como un autentico llorón.
Tuviera razón Aristóteles cuando sostenía que las personas lloramos porque después de hacerlo nos sentimos mejor, o tuviera razón Charles Darwin, que consideraba el llanto como un mero sistema de enfriamiento para los ojos sobrecalentados o hinchados de sangre, hay que llorar más. No puede ser que las mujeres sigan llorando tres veces más que los hombres. No puede ser que las mujeres nos ganen en algo así.
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