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lunes, 1 de diciembre de 2008
Capítulo Milésimo tricentésimo cuarto: “Quien para mear tiene prisa, acaba por mearse la camisa (refrán español)
Junio 2008, excursión del Imserso, tres señoras entre los sesenta y cinco y setenta y cinco años comparten la misma habitación de hotel en Benicasim. Después de una cena de buffet y algún que otro baile para caderas perjudicadas las tres se van a la cama. Cerca de las dos y media de la madrugada una de ellas se levanta sigilosamente al servicio, no se aguanta las ganas de mear pero no quiere despertar a sus compañeras de habitación que están durmiendo en las camas de al lado. Decide no encender la luz y llega tanteando lo que puede hasta la taza del retrete. Se sube el camisón y se sienta en ella orgullosa de no haber tropezado con nada por el camino. Mientras eso ocurre, otra de las tres compañeras tiene la misma idea y empieza a recorrer el mismo trayecto, también completamente a oscuras y también lo más silenciosa que puede. Con esfuerzo llega a la taza y se sienta en ella... justo encima de su compañera. Los gritos de ambas, descritos por algunos de los huéspedes del hotel como alaridos infernales, debieron romper varios cristales de los edificios cercanos.
Resultado final: una de ellas con crisis nerviosa (que sólo pudo ser atajada con los correspondientes ansiolíticos a discreción), otra con un buen golpe en glúteo izquierdo (convenientemente amortiguado por la abundante acumulación de grasa en el mismo) y una tercera, la que aún no se había levantado de la cama, mi madre, que después del susto inicial, acabó meándose –literalmente- de la risa. Y a la que más de cinco meses después le sigue pasando lo mismo cada vez que me lo cuenta.
Qué poca solidaridad con el sufrimiento ajeno, de verdad.
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