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viernes, 12 de junio de 2009
Capítulo Milésimo cuadringentésimo vigésimo primero: "La distinción que encontramos en el infortunio es tan grande que si le decimos a alguien: "!Pero que feliz es usted", por lo general protesta". (Friedrich Nietzsche, 1844 - 1900; filósofo alemán)
En muchos tratados sobre el asunto se habla del labio superior de la mujer como una de sus zonas más erógenas. Incluso se hace referencia a cierto canal nervioso que lo une directamente con el clítoris. Hasta en el kamasutra se detalla lo extremadamente placentero que puede resultar un beso en el que el hombre estimula el labio superior de su compañera, mordiéndolo y succionándolo levemente mientras ella juega con el labio inferior de él. No, si por algo el hombre es el animal más besucón del mundo. Con diferencia.
Y eso que no siempre ha sido así. El beso, tal y como lo entendemos ahora, no formó parte del cortejo amoroso hasta el renacimiento, y no sería hasta varios siglos después, en la década de los treinta del siglo XX, cuando se empezó a extender a partir de una comunidad, la de Maraichin, en Bretaña.
Porque antes la historia era muy otra. Había quienes lo ignoraban completamente, como los egipcios (por lo que se puede deducir que entre los tipos de fluidos que intercambiaban Marco Antonio y Cleopatra no estaba precisamente la saliva) hasta quien le sacaba unos usos bastante menos lúbricos. Así, mientras en la antigua Grecia las mujeres comprobaban con un beso de tornillo si sus maridos se habían pasado por la taberna del ágora antes de llegar a casa, los indios de Tierra de Fuego, que desconocían el vaso, usaban el beso para beber, pasándose el agua de unos a otros. Mira si no podían haber aprovechado el tema ya metidos en harina. Para que luego digan que los antiguos no eran raros.
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