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lunes, 8 de febrero de 2010
Capítulo Milésimo quingentésimo quincuagésimo tercero: "Odio la televisión. La odio como a los cacahuetes. Pero no puedo dejar de comer cacahuetes" (Orson Welles, 1915 - 1985, director estadounidense)
Los que ronden -o superen- los 40 podrán comprenderme. Recordareis conmigo que ocupó durante años un lugar preferente en los salones de nuestras casas. A su alrededor nos reuníamos las familias enteras, y su presencia posibilitó que fuéramos testigos de momentos memorables y tristes. Gracias a ella todos subimos a la luna, disfrutamos de nuestra fauna ibérica y lloramos muchas muertes sin sentido. Sin salir de nuestra habitación recorrimos nuestro mundo y más allá, cantamos y vencimos en Eurovisión, ganamos en concursos muchos apartamentos en Torrevieja y alguna lágrima vertimos con Heidi, y Marco y una tal Laura Ingalls que vivía en una pequeña casa de una pradera.
Hoy las cosas han cambiado y seguramente lo hayan hecho para bien, pero a veces tengo mis dudas. En nuestras casas albergamos varios televisores con programación a la carta, y ya no vivimos en blanco y negro. El color todo lo invade, principalmente el rosa. Nadie se acuerda de Jana Escribano, ni de Lalo Azcona. A nadie parece importarle quiénes fueron Tico Medina y Alfredo Amestoy. Son recuerdos del pasado en un mundo de vértigo que no perdona la falta de variedad. Esa misma variedad de la que hoy disfrutamos pero que, salvo honrosas excepciones, sustituye el talento por la verborrea, la elegancia por la estupidez y la profesionalidad por los resultados económicos; esa variedad que hace que mientras que los padres investigan huellas en el salón sus hijos luchen con Narutos y Digimones en sus dormitorios.
Los nuevos tiempos traen nuevos programas, y la clave está en saber escoger. Hoy la picardía de Shin Chan haría sucumbir la inocencia de Cleo, Tete y Coletas Telerín. Pero mientras que Belén Esteban se ría de ello, o Jesús Mariñas pretenda explicar el porqué del color de las bragas de la ex novia de Paquirrín, prefiero recordar lo que sentía a mis trece años, cuando en el programa 300 millones un avión de Iberia surcaba de este a oeste la pantalla de aquel televisor en blanco y negro y dentro del cual mis sueños también volaban, mientras mi madre, puntualmente, traía la cena de todos a la mesa del salón.
Lunes nostálgico. Demasiado nostálgico.
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