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martes, 26 de septiembre de 2006
Capítulo Octingentésimo vigésimo séptimo: "Cuando vea sonreír a un corredor mañanero, empezaré a pensar seriamente en hacer footing" (Tish Jett, 1945, editor estadounidense)
Como en la mayoría de las conversaciones de hoy habrá principes y princesas, tantos hombres y tan poco tiempo no podía quedarse al margen. Hablemos de cuentos.
Ahora que somos adultos ya podemos enfrentarnos con la verdad. Hasta ahora nos han estado engañando y mintiendo descaradamente. Seguro que lo hacían por nuestro bien, pero la realidad es otra.
Los cuentos de Jacob Ludwing y Wilheim Grimm, los originales, los que ellos rescataban de la tradición germana y escribían para venderlos, son "ligeramente distintos" a lo que estamos acostumbrados a escuchar.
En el original de "La cenicienta", por ejemplo, se relata -con todo lujo de detalles- como las hermanastras de la protagonista, obedeciendo las órdenes de su madre, se cortan los pies, una los dedos y otra el talón, para que les entre el zapato de cristal que el enviado del príncipe intenta probar a todas las mozas casaderas del reino. Y el final tampoco desmerece: durante la boda de Cenicienta y el Príncipe, una paloma les saca los ojos a las dos hermanas.
Tampoco Blancanieves se queda atrás. En el cuento original, cuando la reina recibe del cazador un hígado y unos pulmones los cuece y se los come al creer que son los de la joven. Claro que al final también tiene su merecido: durante la boda de Blancanieves, a la reina le obligan a colocarse unos zapatos de hierro al rojo vivo y la obligan a bailar hasta morir.
Hasta cuando nos cuentan cuentos resulta que nos están contando cuentos. Y colorín colorado.
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